Las conversaciones y los demasiados libros

—Hola, ¿qué tal estás?

—Bien, gracias, me has cogido leyendo un libro.

—Espero que no en el sentido argentino.

—Ja, ja, ja.

—Disculpa la chanza y la interrupción.

—No, no pasa nada. A veces me viene bien salir del mundo platónico de las ideas  y ponerme en contacto con las sombras.

—¿Por qué dices eso?

—Lo digo porque tengo la sensación de que abuso de mí mismo, de que leo demasiados libros.

—Pero no llegas a los tres diarios de Bastos, ni eres una enciclopedia ambulante tipo Huerta de Soto o Juan Ramón Rallo, tipos poco atractivos por otra parte.

—No, no, ni siquiera en eso soy un fuera de serie… mal que me pese. Pero sí, leo muchos libros, soy un librófago.

—Se dice que leemos poco. ¿Hablas de ti mismo como si estuviera mal leer mucho?

—No, no es que esté mal ni tampoco es que el bien esté en el justo medio ni nada de eso, es que a veces tengo la sensación de que mis funciones creadoras están atrofiadas por leer tantos libros, por la arbitrariedad de mis lecturas, por su superficialidad, por su exceso, por su desconexión con mi vida. Creo, en cierto modo, que los límites del mundo son los límites de los libros (aquí parafraseo y deformo a Arturo Schopenhauer).

—Si no entiendo mal, me parece que estás sometiendo a crítica tu vida.

—Sí y no. Estoy orgulloso de ser un «miralibros», de ser un intelectual, no me importa «haber leído todos los libros» (que no lo he hecho ni lo haré), pero sí ser un tipo de cartón-piedra, separado del mundo, seco de ideas que no sean prestadas. Cuando escucho a sociólogos o postmodernos intelectuales o profesores de universidad siento que hablan con palabras prestadas y que no hay referencia para mucho de lo que hablan, los veo ridículos. Pues bien, puede que yo sea la parte ridícula de la persona más amplia a la que pertenezco.

—¿Siempre fue así?

—No, creo que no. Esta esterilidad es algo que se ha ido fraguando. Quizá en el momento en que decidí que leer era más importante que escribir o que hablar o que crear algo con las manos empecé a cavar mi tumba intelectual. Quizá cuando fui capaz de leer y memorizar sin necesidad de repetir lo leído con mis palabras (y por tanto verbalizar y transformar y hacer más mío lo leído) empecé a cavar mi tumba intelectual (dos veces «cavar», ya). Además, no siempre estuve expuesto a tantos libros ni tenía los recursos para acumular tantos libros; ten en cuenta que nací en el siglo pasado, en los tiempos pre-internet, en la generación X, la anterior a los millenial. Leía lo que caía en mis manos, sin mucho criterio, no fue hasta pasados los veinte años cuando pisé una biblioteca . Al final de los 90, con la irrupción de internet la tendencia a la lectura compulsiva y la búsqueda del conocimiento en los libros o documentos escritos se exacerbó. Me gusta esta frase de Homo Mínimus (ya sé que es de mal gusto citarse a uno mismo): «Un sabio en pos de la verdad en los libros es como un romántico buscando el amor en un prostíbulo». Yo creo que he estado buscando el amor en un lupanar.

—Pero yo creo que el mundo de los  libros es uno de los mejores lugares para «encontrar el amor».

–Creo que es un complemento, como un ramo de flores y un anillo de diamantes, pero no la esencia del amor ni el vehículo del amor. El lugar genérico es la conversación en sus distintas calidades y formas, pero la conversación que puedes mantener con un libro, con un autor posiblemente ya muerto o que esté muerto a efectos prácticos (sin capacidad de realimentación e intercambio bidireccional), es muy limitada. La mente necesita de estímulos externos, pero es mejor si esos estímulos pueden ser «rebatidos», contestados, cuestionados, si hay un toma y daca intelectual, también afectivo.

—Quizá tu problema es que no has encontrado nunca  interlocutores que emitieran en tu misma longitud de onda y has recurrido a los libros como un sucedáneo.

—Si, exacto. Pero hay una interpretación menos soberbia  y menos atractiva para mi persona: quizá es que haya despreciado la conversación fragmentaria, imperfecta, lenta, con personas de carne y hueso. Quizá es que no he tenido paciencia para escuchar las historias de los individuos. Siempre he endiosado al autor ideal del libro pero he despreciado a las personas de carne y hueso. Creo que podría haber aprendido mucho más de personas de carne y hueso. Puede incluso que al tener modelos intelectuales en mentes muy potentes o muy grandes haya minusvalorado a las personas en mi entorno. Sí, creo que una suerte de soberbia intelectual y una admiración muy grande por ciertas personas ideales me ha conducido a despreciar a las personas cercanas; algo parecido a lo que le ocurre al hombre de hoy en día cuando compara las mujeres de carne y hueso de su alrededor con las diosas de la pantalla, con las estrellas de cine.

—Sabes, creo que esa es parte de la historia, pero no toda la historia.

—¿Qué tienes en mente?

—Lo diré sin miramientos: creo que no piensas mucho, que eres perezoso y que haces cualquier cosa por no pensar, incluso anegarte en libros.

—Te responderé sin miramientos: cierto, tienes toda la razón. Nunca he pensado, no he hecho nada digno de ese nombre. Soy un loro de repetición, pero no he practicado nunca nada parecido al pensamiento profundo. Anegado en películas, libros, periódicos, televisión, radio, etc., jamás he tenido el espacio mental para pensar de verdad, por mí mismo.

—Tampoco es cierto del todo… ¡Escribes! Y eso es una forma de pensamiento.

—Sí, es lo más cercano que he hecho a pensar, pero creo que nunca he explorado ningún tema en profundidad, nunca me he metido en el fango y he excavado intentando comprender algo al 100%. Bueno, quizá lo he intentado, pero creo que no lo he conseguido, pues siempre he dependido demasiado de la lectura de libros.

—¿Me puedes poner algún ejemplo de esas ocasiones o periodos de tu vida en que has hecho un trabajo intelectual digno de ese nombre, al menos algo que se aproxime remotamente?

—Así, a botepronto, se me ocurre el periodo en que decidí estudiar lógica matemática y teoría de la demostración; lo hice en unos meses que pasé en Santiago de Compostela. Fue un intento, que después no tuvo continuidad, por el trabajo, el flujo de la vida, etc. Siempre he tendido a acumular libros antes de ponerme a estudiar, y si empezaba a estudiar, me anegaba en ellos, sin casi pensar, sin reflexionar, sin ponerme a implementar lo aprendido o explorar por mi cuenta.

—¿A qué atribuyes ese comportamiento tan contraproducente y tan repetido  a lo largo de tu vida pseudo-intelectual?

—Creo que no tengo paciencia; en principio, es un defecto del carácter, un vicio, una laguna en el carácter, un bache, un boquete, una sima más bien. Necesito resultados rápidos, no convivo fácilmente con las «meseta», tengo que estar sintiendo que obtengo algo, aunque sea ilusoriamente. Un nuevo libro, una nueva lectura, algún pensamiento inspirador encontrado en algún recoveco del libro. Cambiar de libro, cambiar de materia incluso, lo que sea para tener otra vez la novedad y alguna brizna formal o de contenido que me mantenga ilusionado o al menos motivado.

—Tengo entendido que esa pauta de empezar, acumular información, ilusionarse con la perspectiva, sufrir las dificultades de avanzar poco, redoblar los esfuerzos bibliográficos esperando el libro perfecto o la pepita de oro informacional general y abstracta, abandono de esfuerzos, cambio por otros, frustración, nuevas búsquedas, nuevas frustraciones, y progresiva erosión de las metas hasta el abandono y la conversión a «proyecto zombi» es recurrente en tu biografía.

—Sí, tristemente he de decir que sí. A pesar de ser consciente del proceso, lo repito una y otra vez, como un jugador compulsivo que pierde y sigue jugando,  y que está al borde de la bancarrota, o ya ha caído en ella, pero vuelve a usar la misma técnica, la misma estrategia, el mismo truco(sin esperanza).

—Decía Alberto (Einstein) que «es de locos hacer lo mismo una y otra vez y esperar que los resultados sean distintos y las cosas mejoren».

—Pues soy un loco, un loco de remate, de atar. Hoy, por ejemplo, para muestra un botón, empecé el día con buenas intenciones: cumplir la agenda fija; pero el echar vistazo al libro de Sertillanges, La vida intelectual, me ha hecho descarrilar. Comencé a eso de las diez y no he parado hasta las ocho con búsquedas bibliográficas, búsquedas que irónicamente han confluido en la certeza de que no elijo bien mis lecturas, que no reflexiono sobre lo leído, que no me paro, que leo compulsivamente, que lo que leo no germina en mi alma, posiblemente porque nunca penetra muy hondo.

—Pero esta noche anterior estuviste soñando con ideas de álgebra lineal.

—Sí, cierto, esta semana he comprendido algunos conceptos gracias a unos muy buenos videos, Essentials of linear algebra, en youtube. Muy buenos y clarificadores, pero me he distraído sobremanera buscando más libros de predictive analytics y de cristianismo y virtue ethics. Es desesperanzador, más teniendo en cuenta que el objetivo principal de esta semana era cumplir la agenda fija. Ese era el objetivo y voy camino de cumplir la peor semana del año respecto a horas efectivas de estudio. Te daré otro dato: tengo actualmente 34 proto-proyectos, que son básicamente carpetas con decenas de libros cada una sobre algún tema que me haya interesado. Es realmente terrible ver mi dispersión y lo estéril de mis estrategias intelectuales. Básicamente se reducen a esto: interesarme por algo – ilusionarme rápidamente y dejar todo lo que tuviera entre manos – buscar libros básicos, leer- emocionarme un poco más – entrar en una espiral destructiva de búsqueda y exploración de más libros – evito como la peste la reflexión o el trabajo intenso – busco más libros, como un borracho que busca más bebida – me frustro más, pues llega un momento en que no hay fruta en las ramas bajas – pierdo el interés y, por último, — surge algún nuevo objeto de interés que desplaza al anterior — convierto en proyecto zombi al proyecto y empiezo un nuevo ciclo.

—Tremendo.

—Tremendo, sí. Y no sé cómo salir de este pozo en el que yo mismo me meto, que yo mismo excavo. Creo que me falta carácter.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que mi vida intelectual no puede ser un compartimento estanco separado del resto de mi vida. Lo bueno, la vida buena, es condición de la vida intelectual, de la búsqueda de la verdad. Verdad y bondad son conceptos afines.

—Esto me recuerda a la teoría platónica de las ideas, las esencias o formas perfectas, y la idea superior: el bien, la forma o esencia superior, organizadora de las demás.  En su momento me sorprendió el juego de manos intelectual de Platón pasando de los problemas epistemológicos del origen, naturaleza  y fundamentación del conocimiento al campo moral: estaba hablando de la relación entre el mundo de las sombras en la caverna Platónica, la experiencia y la opinión con las ideas en sí, con el mundo ideal, el campo abierto a plena luz del día, el mundo del conocimiento, para acabar hablando de moral, de ética.

—Pues a mí me recuerda a la vida emocional de Wittgenstein en Cambridge cuando aparecía a cualquier hora en casa del lógico matemático y filósofo Russell y hablaba durante horas, caminando como un tigre enjaulado en la habitación donde se reunían, atormentado, pensando intensamente, echando humo intelectual; Bertry en un determinado momento le pregunta si está pensando en lógica o en sus pecados, y Ludwig responde «¡en ambos!».  Pecados y verdad lógica.

—Desarrolla esa conexión, por favor.

«¡Cómo puedo ser un lógico si no soy todavía un hombre!» escribía Wittgenstein en su diario secreto durante la primera guerra mundial. Tener una vida intelectual, del pensamiento, significa subordinar el resto de la vida a esa empresa, significa coordinar todos los esfuerzos y organizar todos los asuntos cotidianos para que contribuyan al fin de la búsqueda de la Verdad. La Verdad en sentido epistemológico y en sentido religioso, moral.

De los hábitos, las virtudes, las rutinas diarias depende la consecución de las metas intelectuales. Esta coordinación entre la vida moral y la vida intelectual o del pensamiento se expone muy clara y pragmáticamente por el monje dominico Antonin-Dalmace Sertillanges en su libro de 1920  La vida intelectual. Su espíritu, condiciones y métodos..

Antonin-Dalmace_Sertillanges

—Supongo que, por ser un religioso, Sertillanges considera que la verdad es la «Verdad», una emanación de Dios, una manifestación, su mensaje moral.

—Cierto, y es sorprendente la forma en que fundamenta la vida intelectual en la idea de Dios, abstracta, grande, magnífica, absoluta, y al mismo tiempo expone a nivel microscópico, de acciones cotidianas, cómo debería organizarse la jornada del trabajo, el cuidado del cuerpo, la toma de notas, la elección de libros y todos los aspectos diarios relevantes que permiten a una persona llevar una intensa y dedicada vida intelectual y convertirse en un atleta del intelecto, un atleta del intelecto dedicado a Dios.

El carácter se forma a través de acciones repetidas coordinadas hacia un determinado ideal de vida buena. Se forma también, más habitualmente, por el azar de las circunstancias personales biográficas y los impactos ambientales, en especial los sociales;  pero en un contexto moral, ético, religioso, el carácter es una elección personal, es una personalidad elegida, un proyecto moral.

—Y es sobre todo en la idea de proyecto moral y personalidad elegida donde fallo. No es que no tenga un ideal de yo al que aspire, que lo tengo, sino que este es muy pobre, pequeño, mezquino, narcisista. Sertillanges tiene un ideal grandioso, un ideal de santificar su existencia siguiendo el ideal cristiano, la figura de Jesús, el hombre más perfecto de la historia. En comparación, mi ideal es egoísta, interesado, un ideal ombliguista, autosuficiente, esencialmente hedonista, nietzschiano quizá.

—Supongo que la calidad de experiencia intelectual, las motivaciones y los logros que posibilita un ideal tan restringido son insuficientes.

—Así es, parece que la vida intelectual movida exclusivamente por fines de autoengrandecimiento o gloria personal, sin conexión con otros fines más amplios y otras personas, es como el vicio o el pecado de la ira: un aparente gigante, pero con pies de barro. Faraday (el padre del electromagnetismo) decía que no podía concebir un hombre de ciencia movido por intereses de gloria personal o vanidad, que ese no era el talante que animaba la exploración científica; Bertrand Russell decía que si uno buscaba simplemente la fama abandonaría muy pronto porque no tendría paciencia para sostener el esfuerzo durante tanto tiempo, tiene que haber un amor por la verdad muy profundo, por el objeto de la exploración y posiblemente también por la exploración en sí misma. Russell formulaba en términos seculares lo que Sertillanges presenta en términos cristianos de glorificación de Dios y santificación de la existencia.

—Voy a resumir lo que he entendido sobre el problema de la acumulación de libros y la voracidad lectora. Hay elementos inesperados que no suponía que tuvieran relación y que creo que son las causas del problema y quizá el mismo problema, siendo la voracidad bibliográfica no más que una manifestación y efecto colateral, un epifenómeno quizá.

—Adelante.

— …

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