Hace un par de semanas, me vi en la necesidad de conseguir naranjas cuando las tiendas ya estaban cerradas. Recordé que había una cafetería cercana donde vendían zumos de naranja; por tanto, tendrían naranjas.
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Cuando llegué a la cafetería, pregunté a la dependienta, casi a bocajarro, si me venderían un par de naranjas. Puso cara de extrañeza, preguntó al encargado, que, también extrañado, acabó diciéndome que no. Insistí. No.
Como quería de verdad las naranjas, intenté otro enfoque: Yo: ¿Cuánto cuesta un zumo de naranja? La dependienta: 2,95 euros. Yo: ¿Cuántas naranjas entran en cada zumo? La dependienta: Tres naranjas. Yo: Te doy cinco euros si me vendes las naranjas.
La dependienta mira al encargado, este le dice con resignación que me las venda. La dependienta me las da, le entrego un billete de 5 euros y me devuelve 2,05 euros. Le digo que se puede quedar la vuelta, me dice que no es necesario, le respondo que ya sé que no es necesario y me voy.
¿Por qué funcionó el segundo enfoque y no el primero? Creo que fue un problema de enmarcado de propuesta: Una cafetería no vende las materias primas que usa en su proceso productivo; no es una frutería, por ejemplo. Si voy con una propuesta de intercambio que se sale de sus transacciones habituales, lo más probable es que me diga que no, aunque sea por la extrañeza que le produce que alguien pida algo no habitual y que no están acostumbrados a vender (naranjas sueltas).
Sin pensar, decidí modificar el marco de la propuesta: formulé preguntas que podían responder (precio zumo, cantidad de naranjas por zumo), después hice una oferta muy generosa: cinco euros por las tres naranjas sin exprimir del potencial zumo.
No podían rechazar mi propuesta, después de todo solo quería un zumo pero sin quitar la piel y la pulpa de las naranjas.
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Procesando…
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Una de las preguntas más interesantes que alguien puede hacerse es: ¿Me caería bien a mí mismo si me viese desde fuera? Y si la respuesta es «no», entonces debería cambiar algo. En mi caso, la respuesta es «no». Pero ¿quién soy yo para juzgarme?
Rafael Sarmentero
Solo muy recientemente se ha difundido e impuesto la idea sobre la bondad de quererse a uno mismo o ser uno mismo. En la historia de la civilización occidental, que es esencialmente la de la cultura judeo-cristiana , nunca se consideró que un ser humano debiera ser él mismo ni mucho menos que debiera quererse a sí mismo. Todos veníamos al mundo con la mancha del pecado original.
Pocas cosas más absurdas se podrían haber dicho a una persona que decirle que estaba incondicionalmente bien o que era incondicionalmente bueno. Hubiera sido como decir a un niño que siga siempre siendo niño, que no tiene nada que aprender, que no tiene nada que desarrollar y cambiar, que su naturaleza cortoplacista, egoísta, miope y predatoria está bien como está.
Uno ha de querer en sí mismo lo que no es todavía y puede ser. El yo actual no es más que uno de los pasos previos a un mejor yo, a un yo transformado. Y no, no estoy hablando de simple mejora personal onanista del tipo «reinvéntate» o «sé la mejor versión de ti mismo». Pero no tengo espacio en los márgenes de este papel para explicártelo, quizá en un próximo artículo homínico.
Considero que el mejor indicador de progreso personal está en que cuando uno mire hacia atrás le cueste reconocerse en el inepto que fue, en sus estúpidos actos y hábitos y en sus miserables decisiones. Solo así sabrá que es alguien que ha aprendido algo en el camino. Huye del que dice que no se arrepiente de nada como de la peste. Huye del Homo Mínimus de hace un año como del cólera. Huye del Homo Mínimus de hace cinco años como de los siete diablos.
Hasta un budista —ese religioso sin Dios que tan bien cae en el mundo occidental— se sentiría insultado si tras no verlo durante un par de años le dijeras «Qué bien se te ve, no has cambiado». El budista querría cambiar minuto a minuto, en pos de su nirvana, su satori o su paraíso en el ombligo, así que se sentiría ofendido y, si no ha alcanzado la iluminación, te espetaría con un: «Tú sí que no has cambiado, sigues siendo el mismo mendrugo de siempre».
Rousseau, los psicólogos humanistas y la sabiduría popular han impuesto la ilusión, la ficción moral y existencial, de que uno está bien como es. Es un meme conveniente para los retóricos políticos y comerciales: tú estás bien como estás, luego no tienes que hacer ningún cambio en tu carácter o en la forma de conducirte; si no tienes lo que deseas es por circunstancias externas: la estructura social que todavía no hemos implantado los salvadores del pueblo o el producto o servicio que todavía no has adquirido.
La sabiduría del consumidor y del votante, no solo su soberanía, están por encima de todo, y basta con un voto político en forma de tarjeta en una urna y un voto monetario en forma de billete para lograr lo que uno desea. El mercachifle siempre te halagará y te dirá que tú estás bien como estás.
Cualquier insinuación de que la infelicidad o la situación en la que uno vive tiene que ver con uno mismo se considera como una crítica despiadada y cruel a un inocente desvalido fruto de sus circunstancias; esa insinuación bienintencionada se percibiría como un arma arrojadiza desalmada propia de privilegiados y fascistas. Y sí, me han llamado ambas cosas en los últimos tiempos.
Pero no es solo que dando a entender que uno está bien como está se exima al aludido de su responsabilidad sobre sus circunstancias, es también que implícitamente se da a entender que ninguna dirección vital o propósito es superior y por lo tanto no hay criterio por la que juzgar nuestros actos más allá del no hacer daño a los demás o cumplir con las costumbres del lugar. En tanto y cuanto no perjudiques directamente a nadie, puedes hacer con tu vida lo que quieras de acuerdo a tu naturaleza, esencia o propensiones. Y como no tienes naturaleza ni estructura previa, puedes ser un héroe sartriano que define su propia esencia
El existencialismo filosófico cuando ha salido de su torre de marfil académica y llegado a las plazuelas se ha convertido en una triste justificación moral para las vidas más insignificantes o más abyectas. De la vida buena y la acción virtuosa se ha pasado a la vida auténtica y a tratar de ser uno mismo en cada uno de nuestros actos.
Puesto que ya no hay reglas ni valores superiores al «vive y deja vivir » y el «sé tú mismo», las vidas resultantes de esta ideología (término que con el que nombro a aquellos sistemas de creencias que no son los míos) pierden la orientación y la energía que un propósito transcendente y una orientación clara hubiera proporcionado al sujeto.
Contrasta mi invectiva con el mensaje que sueles recibir en los blogs de desarrollo personal, psicología popular, bienestar o política. ¿Cuántas veces te han dicho que tú eres el problema, que estás esencialmente corrupto y de que hay criterios de conducta mejores que la búsqueda de la satisfacción, los sueños o el bienestar personal?
Pocas veces, supongo. Quizá hace décadas, si acudías a la iglesia, podías encontrar algún mensaje remotamente parecido, pero no hoy en día .
Te traigo, pues, una mala noticia: no estás bien como eres, no seas tú mismo, sé cualquier otro. Eres profundamente imperfecto y siempre lo serás, solo puedes mejorar un poco; la corrupción, la entropía, el desorden, la degeneración y la desconexión son el destino natural de la carne fresca y de los espíritus. La mejora, el progreso, solo es una posibilidad, esforzada, poco probable y difícil de lograr.