Cuando miro a mi alrededor en el autobús o el vagón de metro, veo a ratas de Skinner, con el resplandor de las pantallas reflejándose en sus caras, moviendo el dedo arriba y abajo anhelantes de su próxima dosis de novedad.
Me gustaría equivocarme, respirar aliviado y comprobar mirando por encima de sus hombros que devoran, aunque sea en una pantalla, la Crítica de la Razón Pura o las dos mil cuatrocientas páginas de los tres tomos de Archipiélago Gulag o, en su defecto, aprovechan los treinta minutos de trayecto para avanzar en un curso de álgebra lineal de Khan Academy.
Pero no, no es eso lo que hacen. La mayoría son infozombis (creen que su cerebro piensa, pero en realidad está muerto) que no han tenido un pensamiento genuino en los último cinco años. Reaccionan automáticamente ante sus diarias tóxicas dosis de entretenimiento, noticias y nadería social.
Infozombi: un individuo que retiene y propaga o asiste en propagar información falsa o inútil. Alguien que fracasa en distinguir entre verdad y falsedad, debido a su propia falta de capacidad o recursos. Hoy, más y más individuos están convirtiéndose en infozombis que se repiten entre sí y a otros la misma cantidad de información basura en expansión que se les suministra a través de un limitado número de fuentes.
Urban Dictionary
Los sanos somos los apestados
Todavía hace unos años, podías diferenciar claramente entre gente de más de sesenta años y de menos de esa edad en su relación a los aparatos electrónicos. Los viejos parecían inmunes a los teléfonos inteligentes y tabletas; si viajaban solos miraban por la ventana del autobús, charlaban con sus compañeros de viaje o simplemente pensaban en sus cosas.
Hoy en día, esto ya no es cierto, los teléfonos móviles han penetrado en todos los grupos de edades y todas las clases sociales. Hasta la más venerable abuela escribe mensajes y recibe y comparte fotos de sus nietos; hasta el mendigo de la esquina, tiene un teléfono con más capacidad de procesamiento que la que llevó a los primeros astronautas a la Luna.
En el mundo de ayer, podía decir orgullosamente, con una dosis no carente de esnobismo, que no poseía ni tenía en mis planes poseer un smartphone. Hoy tengo que esconder este dato, especialmente en el mundo profesional, como si fuera el síntoma de alguna peligrosa enfermedad mental o la prueba de mi rigidez cognitiva, senectud prematura e incapacidad para adaptarme al zeitgeist o espíritu de los tiempos.
Cuando tanto se habla sobre la transformación digital de los negocios, la virtualización de la existencia, o se derraman panegíricos sobre el trabajo remoto (¡a la fuerza ahorcan!), es mejor callar prudentemente que afirmar que una conversación tomando un café tiene más valor que todas las reuniones virtuales del mundo o sostener que la constante conectividad te vuelve más disperso, más infozombi y en consecuencia menos productivo.
En el mundo no profesional, tampoco gano mucho reconociendo que no estoy siempre disponible o alardeando de que no respondo al correo electrónico fuera del despacho o a los mensajes instantáneos a cualquier hora del día y en cualquier lugar. La gente podría inferir algún fallo del carácter o quizá alguna soterrada lacra moral. Además, pocos me entenderían cuando desafiara su sacrosanta creencia de que «Un teléfono móvil es una herramienta».
La excentricidad hace difícil predecir la conducta humana y la vida social exige previsibilidad. Por eso, solo en este escondido rincón del «ciberespacio» (término que cayó hace mucho tiempo en desuso y que corresponde a los tiempos de los pioneros de internet), puedo revelar mi peligrosa y nada atractiva disposición neoludita.
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