En la calle X, en un barrio residencial a las afueras de Y en Z, apareció hace unas pocas semanas un monolito que atemorizó a los viandantes que por allí pasaban.¿?
Empiezo de nuevo:
En la calle X, en un barrio residencial a las afueras de Y en Z, apareció hace unas pocas semanas un objeto que me recordó al monolito del inicio de la película 2001 Una odisea del espacio.
¿¿??
En esa película, los primates precursores del Homo Mínimus se acercaban al negro monolito con una mezcla de fascinación y reverencial temor; así me acerqué yo al misterioso objeto: una pequeña estantería con tejado de madera en el que había un letrero que rezaba «Intercambio de libros/Book exchange».
En dos pequeñas baldas se agolpaban libros de temática variopinta, muchos de ellos ya amarillentos. Pendiendo de una cuerda colgante del techo había un pequeño folleto que resultó ser un librito de poesía china; su contenido era similar al del Tao Te Ching o esos libros de aforismos moralizantes, filosóficos, a los que son aficionados los orientales.
Había novelas de Jane Austen, de Francisco Umbral, algunos libros de autores nacionales y extranjeros desconocidos para mí, una novela corta de Henry Miller, un libro de Introducción a la matemática moderna de Ian Stewart, otro de matemáticas para economistas y hasta un manual sobre las Cajas de Ahorro en Z.
Una joya del tesoro era un librito editado por algún organismo autonómico español donde se hablaba sobre sobre la idiosincrasia del niño de la región en la escuela. Los pocos segundos que lo hojeé fueron suficientes para quedar epatado por el hallazgo antropológico de que el niño de esa región tiene una autoestima más baja que el niño de otras regiones del país.
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¿Quién había dejado esos libros ahí y con qué motivo? Dado lo tosco e improvisado de la caseta —parecía obra de un aficionado al bricolaje—, no podía ser nada oficial o con origen en el ayuntamiento de Y.
Ese día me fui con la incógnita en la cabeza.
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Pocos días después regresé, quizá con la idea de buscar más a fondo y quedarme con algún libro interesante; no en vano, los economistas del comportamiento (behavioral economists) hablan de la irrefrenable atracción de lo gratuito: cualquier artículo de precio cero es un reclamo inevitable para el consumidor.
Cuando volví a la caseta, me encontré con que la mayoría de los libros que había visto hace unos pocos días habían desaparecido y no habían sido sustituidos, la palabra «intercambio» del cartel había caído en oídos rotos.
Me pensé dos veces si tendría sentido que dejara allí mi libro La niebla y la doncella de Lorenzo Silva; está ambientado en la Gomera y cuenta las aventuras de unos guardias civiles que intentan desentrañar un crimen en el que el principal sospechoso es un político local.
Me hacía ilusión hacer mi aportación y dejar el libro, pero al mismo tiempo deseaba que los demás también aportaran algo: no me gustan las iniciativas donde solo unos pocos colaboran y los otros se aprovechan (el famoso problema del gorrón en los bienes públicos).
Auguré escaso futuro a este lugar de intercambio de libros.
Melancólicamente, consideré que no existe suficiente conciencia cívica ni hábito de comportarse honestamente sin la presencia de alguna figura de autoridad que vigile nuestros actos.
Entonces leí un cartelito blanco pegado a la caseta y escrito en tinta azul con bolígrafo que no estaba la última vez:
Este espacio de intercambio de libros ha sido creado con mucho cariño para que todos los viandantes encuentren aquí una oportunidad para acceder de forma gratuita a libros y, que de la misma manera, puedan dejar alguno ya se hayan leído, alguno que quieran compartir o que puedan dejar todos los libros de los que se quieran desprender.
Si solo te llevas, pero no dejas ninguno, le estarás impidiendo a los demás disfrutar de la misma oportunidad.
Gracias por compartir.
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El contenido del cartel disipó mis dudas: aparentemente, el buen hombre que había erigido la caseta, alarmado ante la retirada de libros y su no reposición, se había visto obligado a escribir esa nota.
Aunque no había ningún libro que me atrajera —parece que se habían llevado ya los mejores—, me sentí impelido a dejar el libro que había traído, incluso cuando no encontrara ninguno suficientemente interesante para llevarme a casa.
Pocos días después volví y comprobé alborozado que el mensaje había calado y habían aparecido una remesa de libros nuevos aportados por anónimos contribuyentes.
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He reflexionado sobre este episodio y me he hecho varias preguntas: ¿a quién se le habrá ocurrido esta idea? Habiendo bibliotecas públicas con miles de libros a nuestra disposición, ¿qué sentido tiene que un anónimo espontáneo pergeñe un improvisado lugar de intercambio de libros? ¿Por qué la gente, a pesar de todo, ha terminado aportando libros y no solo llevándoselos?
Y más importante, ¿qué impulso anima a la colaboración de la gente en esta diminuta empresa común?
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Creo que mi extrañeza de mono burocrático-autonómico-estatista ante el monolito de una creación puramente civil al margen de titularidad pública es propia de quien vive en un lugar donde gran parte de las iniciativas no económicas (aunque desgraciadamente también muchas de las lucrativas) proceden o son amparadas por alguna administración.
No puedes dar un paso sin encontrarte un evento patrocinado por las autoridades locales o autonómicas: conciertos, pasacalles, actuaciones, romerías, museos de la ciencia y el cosmos, eventos deportivos, cuentacuentos, carreras de la mujer, etc.
Si a un ciudadano anónimo se le ocurre alguna iniciativa cultural, educativa, artística de interés general o no lucrativa, el reflejo habitualmente es preguntarse «¿Habrá alguna subvención?, ¿qué ente podría promover la idea?».
De la misma manera que hay un efecto expulsión de la inversión privada debida al aumento del gasto público, y un efecto expulsión moral, que hace que la gente ejercite menos su caridad o compasión cuando sabe que el estado benefactor está presente, también hay un efecto de expulsión cívica, que provoca que cualquier iniciativa privada autoorganizada de la sociedad civil quede empequeñecida, reducida o engullida por la omnipresencia del presupuesto público.
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La idea de crear lugares improvisados para compartir libros no es una idea nueva; en las paradas de autobús de muchos pueblos de Noruega se pueden encontrar este tipo de bibliotecas basadas en la honestidad que contribuyen a fortalecer la imagen de cultura y civilización de los países nórdicos, aunque probablemente sean promovidas por los ayuntamientos.
El encanto de esta pequeña iniciativa está en que es una propuesta que una persona anónima lanza a sus convecinos, y que estos pueden seguir o no seguir, colaborar o no; a nadie se la impone y quien quiere participar puede hacerlo con sus libros y su buena fe reponiendo los que se lleve.
El grupo de personas que contribuye es autoseleccionado: se eligen a ellos mismos y contribuyen a título individual, sin intermediarios. El éxito depende a su vez del pacto no escrito de ser honestos y reponer al menos lo que retiras.
Si a alguien la idea te parece una estupidez porque sabe que tiene varias bibliotecas públicas bien surtidas en la misma ciudad y acceso a miles de libros y películas también de forma gratuita, puede sonreír cínicamente y pasar de largo, nadie le obliga a financiar la iniciativa ni a colaborar con ella.
Hay ventajas adicionales: no se necesita que nadie apruebe un presupuesto, no se necesitan edificios, personal para gestionar las instalaciones, agua y electricidad; bastan unos pocos tablones y la buena voluntad de un puñado de vecinos que se unen voluntariamente y en sus propios términos a una mini-causa. A cambio, bien es cierto, nadie se pone galones de ciudadanía o de benefactor del bien común.
No es nada grandioso, nada que cambie el curso de la historia, ni tampoco un acto que nos redima de nuestros pecados.
Pero sí que es un acto moral: participar en el intercambio anónimo de libros es una acción humilde en el que un amante de la página escrita reafirma su interés por los libros y está dispuesto a entregar los que le sobran o tiene a bien compartir con otros ciudadanos anónimos.
Estos aparentemente insignificantes gestos de personas individuales que interaccionan libremente movidas por proyectos comunes son los que dan oxígeno y aliento a la sociedad civil, los que mantienen encendido el fuego —a veces mortecino— de la libertad individual.
Las relaciones espontáneas entre ciudadanos particulares o agrupaciones voluntarias de ellos son las que fortalecen el tejido social y actúan como dique de contención contra el pesado y monótono empuje de lo burocrático, que amenaza con asfixiar el espacio social y psicológico en el que transcurren nuestras vidas.
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Me ha encantado la idea y la reflexión. Hace poco vi circulando por una Red social algo parecido. También refuerza la idea de que no todo necesita ser provisto por el estado ‘padre’… Si es realmente necesario las personas se organizan para ayudarse sin intervencionismos. Gracias por compartir esta reflexión.
En realidad, que te lo haga todo el estado es una excusa buenísima para no tomar responsabilidad en nada. ¿Ayudar? ¿Pa qué? Si hay impuestos pa eso, etc. Todo empieza por el día a día, y de ahí, para arriba. Si eres un hijoputa en tu día a día, no pretendas que quienes te gobiernen reparen tu hijoputez. Por lo general, tan sólo va a reflejarla. Y así con todo.
Gracias por compartir tu hallazgo y tus reflexiones.
Miss Sunshine creo que se refiere a la página de facebook que promueve la «siembra» de libros cada cambio de estación. Propone dejar un libro en algún lugar público, incentivando a quien lo encuentre a que vuelva a sembrarlo en el próximo cambio de estación, mediante una nota en la primera página del libro.
No sabía que el post iba a derivar en un tema político-sociológico-económico-cultural. Pero estoy muy de acuerdo con lo que se dice, sobre todo en que las actividades organizadas por la administración producen un «efecto expulsión». O como dice atreverseacambiar, hay gente que ya considera que esas actividades tiene que realizarlas el Estado por lo que nunca van a participar de actividades voluntarias.
Con la Caridad sucede algo similar, hay gente que nunca va a dar limosna –no porque sean mala gente– sino porque se nos vende una idea de que para eso está el Estado. De hecho con ello se niega la posibilidad de hacer el bien, de que podamos hacerlo VOLUNTARIAMENTE, de que alguien por su propia voluntad pueda decidir ayudar al prójimo. Yo pienso que es algo que está pasando en nuestra sociedad y que considero extremadamente dañino.
Encontrar una librería al aire libre, no deja indiferente a nadie. Me trajo a la mente la imagen de la casita-comedero para los pajaritos. No es sorprendente que llegarán gorriones, pero siempre vendrá quien traiga la comida. Hay de todo en el campo del Señor 😊😉. Besos. Ahhh, y preciosa idea y los ojos que la contemplan.
Encontrar una librería al aire libre, no deja indiferente a nadie. Me trajo a la mente la imagen de la casita-comedero para los pajaritos. No es sorprendente que llegarán gorriones, pero siempre vendrá quien traiga la comida. Hay de todo en el campo del Señor 😊😉. Besos. Ahhh, y preciosa idea y los ojos que la contemplan.
Estoy haciendo un máster, que se supone es de los 5 mejores en ciencias del país según El Mundo. Viene lo más granado de provincias y de Madrid. Un profesor nos recomendó un libro para parte de su asignatura «muy económico». Dado mi amor por los libros, lo compré de inmediato. 17 euros me costó. Mis compañeros alucinados al vérmelo, me lo pidieron para fotocopiarlo. Hay una norma (que no conocía) en esa Facultad por la que se permite fotocopiar el 10% como máximo. Así que hice múltiples préstamos del mismo hasta que acabamos las 180 hojas que tenía. Pensé si mis compañeros tenían poco dinero, pero lo descarté tras ver sus smartphones, tras saber que los de provincias pagaban más de 500 euros mes por una habitación sin incluir comida, y que para salir de fiesta no faltaban euros, y vaya si salían. Le dije a una «investigadora»… ¿Y no te saldría más a cuenta dado el tiempo que pierdes fotocopiándolo y demás…, comprarlo? Y me dijo: «No he comprado un libro en toda la puta carrera, así que no lo voy a comprar ahora». Entonces comprendí que era una cuestión de principios.
Todo esto es una bonita fábula liberal?
Es una historia real reciente.