Cuando me entran ganas de cambiar el mundo, o simplemente me entran ganas de cambiar mi mundo —cosa que preferirás hacer si has asimilado los dos anteriores artículos (1 y 2)—, me siento y contemplo cómo crece —morosamente, lentamente, arrastrándose imperceptiblemente— la hierba. Dejo que el polvo se hunda en el estanque, se disuelva, descienda gravemente, se asiente y se convierta en cieno.
Cuanto me entran ganas de cambiarme a mí mismo, me digo que nadie cambia a nadie, ni siquiera uno a sí mismo; al menos no intencionalmente, deliberadamente, sin intervención externa —sea divina o de las circunstancias—.
Los poderes humanos son finitos, el poder individual de transformarse a uno mismo es más finito todavía, infrafinito podríamos decir —si se me permite la poética licencia —. Pensamos que todo está en nuestras manos, cuando deberíamos abandonarnos a un poder superior y obedecer sus designios (¡siempre inescrutables!).
Sí, ya sé que esto que digo conspira contra la búsqueda de la felicidad, la autenticidad y el uno mismo que anida dentro esperando a ser rescatado. Pero tras las capas de cebolla de nuestras insufribles y sucesivas máscaras no hay nada: doble negación: ¬¬A equivalente lógicamente a A.
¿Me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes). ~No (no Whitman).