Cómo cambiar el mundo (3 de 4)

Cuando me entran ganas de cambiar el mundo, o simplemente me entran ganas de cambiar mi mundo —cosa que preferirás hacer si has asimilado los dos anteriores artículos (1 y 2)—, me  siento y contemplo cómo crece —morosamente, lentamente, arrastrándose imperceptiblemente— la hierba.  Dejo que el polvo se hunda en el estanque, se disuelva, descienda gravemente,  se asiente y se convierta  en cieno.

Cuanto me entran ganas de cambiarme a mí mismo, me digo que nadie cambia a nadie, ni siquiera uno a sí mismo; al menos no intencionalmente, deliberadamente, sin intervención externa —sea divina o de las circunstancias—.

Los poderes humanos son finitos, el poder individual de transformarse a uno mismo es más finito todavía, infrafinito podríamos decir —si se me permite la poética licencia —. Pensamos que todo está en nuestras manos, cuando deberíamos abandonarnos a un poder superior y obedecer sus designios (¡siempre inescrutables!).

Sí, ya sé que esto que digo conspira contra la búsqueda de la felicidad, la autenticidad y el uno mismo que anida dentro esperando a ser rescatado. Pero tras las capas de cebolla de nuestras  insufribles y sucesivas máscaras no hay nada: doble negación: ¬¬A equivalente lógicamente a A.

¿Me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes). ~No  (no Whitman).   

Procesando…
¡Lo lograste! Ya estás en la lista.

Deja un comentario