estás conduciendo por una carretera comarcal en el crepúsculo el paraje es montañoso y las sombras de los árboles oscurecen el camino Aciertas a ver un reflejo hay alguien en un lado de la carretera junto a un poste tenuemente iluminado que indica la presencia de un merendero te hace señales te paras es una mujer te dice que si la puedes llevar al siguiente pueblo se le ha hecho tarde y ya no pasarán más autobuses dices que sí, claro; te hará compañía y con suerte tendrás un poco de conversación Como tienes ocupado el asiento delantero con una mochila una petaca y envoltorios de golosinas te dice que no te molestes en retirarlos se sienta en la parte trasera intentará conciliar el suelo y dormir un poco intercambiáis unas pocas palabras Sigues conduciendo la carretera se vuelve más sinuosa y dejáis de hablar
Las nubes cabalgan sobre la luna las sombras lo inundan todo tan solo la carretera delante vuelves al estado de sopor Pasado un rato la acompañante que creías dormida dice lánguidamente «Ten cuidado, esa curva es peligrosa» aguzas la vista ves que la carretera gira bruscamente aprietas el freno giras presto el volante contienes la respiración justo a tiempo de evitar un accidente por exceso de velocidad en un tramo mal señalizado seguro que más de uno se ha llevado alguna vez un susto Respiras con alivio miras por el retrovisor sonríes nervioso y das las gracias a la joven su aviso os ha salvado Pero nada silencio estás solo.

Esta historia contada con voz grave y más comas y puntos aparte por una boca sobre la que se reflejan las llamas de una hoguera en un claro del bosque en un campamento de verano quiere ser espeluznante y provocar escalofríos. En su día, a mí me los produjo.
Pero no, esta noche de otoño, después de un día rutinariamente agitado, tras una copiosa cena y premiarme con suficientes mililitros de licor de hierbas, mientras reposaba en mi sillón-mecedora y dejaba escurrir a mis pensamientos, entre algodones de cansancio y pesadez en el estómago, quizá animado por la bebida espirituosa, me ha acometido una revelación punzante, incisiva como el proverbial puñal de hielo atravesando el corazón de tu indiferencia:
Ya sé que en algunas historias la mujer se convierte en un esqueleto o avisa al conductor demasiado tarde y al día siguiente solo encuentran un cadáver entre los restos del accidente; también sé que algunos piensan que esa joven de vestido vaporoso es un espíritu justiciero que castiga a hombres promiscuos que recogen a místicas doncellas en lugares solitarios; incluso, en algunas versiones, la voz del espectro sentencia: «Yo me maté en esa curva y tú pagarás por ello».
Pero no, esta noche de otoño, cuando ya han sonado las doce campanadas en la vecina y centenaria iglesia, no lo siento así, no: lo que puede parecer una historia desasosegante a corazones no curtidos en mil batallas y decepciones, a mí me sugiere la acción de un espíritu benévolo, de alguien muerto después una vida ordinaria —que pasó sin pena ni gloria— y se encuentra bendecido con una segunda oportunidad —sin carne pero con espíritu— y la obligación de inventar e iniciar una misión de la que no será beneficiario —puro desprendimiento de rutina y ego— durante su segunda y breve estancia en la tierra:
«Ten cuidado, viajero solitario, yo me maté en esta curva.».
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