Cartas a un joven bloguero (II)

Minimalia, 17 de diciembre de  2016

En el remanso de la soledad, antes de sumergirme de nuevo en el torrente del mundo

Estimado amigo,

Siempre me ha hecho gracia la impostura del escritor —de blogs, libros o lo que sea— que afirma  que escribe para sí mismo y que no le importa  lo que piensen  los demás. ¿Existe un ser humano cuerdo al que no le importe lo que piensen los demás? Todavía estoy por conocerlo, no sería de este mundo.

Si tan íntimo e ignoto es lo que escribo, tan personal e intransferible, y tan poco me importa la  buena o mala opinión del público, ¿por qué no reservo mis palabras para un diario secreto o para  un monólogo interior que aporree —pero no traspase—  las paredes de mi cráneo?

Todo lo que uno hace en la vida es por los demás o  para lograr un determinado efecto en otros; escribir en un blog no es distinto.  No puedes prescindir de la mirada del otro, no puedes ni debes, si quieres hacerlo bien;  así que olvida lo que te dije en la carta anterior sobre que nadie te lee o que deberías escribir como si nadie te fuera a leer.

La mirada del otro es tu brújula cuando escribes.

Tu norte magnético ha de estar en el tipo de mirada que quieres provocar en quien te lee. Tienes que ponerte en la piel del lector e imaginar qué reacciones obtendrás con lo que escribes. No importa tanto lo que quieras decir o transmitir como la reacción que obtienes; cuando escribes, la intención no es el criterio por el que mides tu éxito; el éxito se mide en cuánto cambia  la mente y  el comportamiento de quien lee tu texto.

La escritura es hermana de la telepatía e hija del hipnotismo, es el medio más eficaz para implantar pensamientos en la mente de otro ser humano e influenciarle. Persuadir a otros seres humanos con palabras es el superpoder más eficaz y barato a nuestro alcance.

Y no me respondas que tú no escribes para convencer a alguien de algo, que lo haces para comunicar,  para transmitir ideas o para expresarte y desahogarte; el lenguaje no se inventó para presentar neutralmente tu visión del mundo ni como una suerte de terapia emocional: se inventó para influenciar a las personas o, mejor, como dijo el profesor Keating , «se inventó  para seducir a las mujeres, elevar los espíritus y crear dioses», a veces para todas esas cosas a la vez.

Escribir es una telepatía  que traspasa las barreras del tiempo y el espacio. Cuando un lector lee uno de tus textos te invoca como quien invoca  tu espíritu y establece conexión  con tu fantasma de las navidades pasadas. Quien lee habla con los muertos o —si nos leen a ti o a mí— con los pre-muertos; por lo tanto, recuerda siempre que como bloguero y escritor puedes llegar a lugares que nunca pisarás y a personas que nunca palparás, y  si  lo haces bien seguir resonando en las paredes de sus cráneos mucho después de que hayas pasado a mejor vida.

Sería un desperdicio que pudiendo dejar una muesca en las mentes de otras personas no lo hicieras. Sería un desperdicio que teniendo la remota posibilidad de decir algo  valioso e implantarlo en las mentes de tus semejantes dejaras pasar la oportunidad solo porque no te tomaras el tiempo y el esfuerzo de pensar en quién te lee.

Si solo pudiera darte un consejo sería este: escribe como si te fuera a leer un millón de personas.

No oses pulsar el botón de publicar y pensar que nada de lo has escrito tiene transcendencia o que lo que escribes no importa a nadie. Si no crees que entre 7.400 millones de seres humanos  hay al menos un millón de ellos —un ridículo 0,01351351 % de la población mundial—  que puede beneficiarse y apreciar lo que escribes es que no tienes madera de bloguero, ni madera de escritor de esquelas en el periódico del domingo.

Cuando pulses el botón de publicar has de sentir temor, miedo,  pánico de defraudar a los que te vayan a leer. Hay un millón de humanitas a punto de leerte y puede que esbocen una mueca de asco y desprecio cuando lo hagan; si es así  quizá sea la última vez que pisen tu blog, quizá  arruines  para siempre tu carrera de bloguero, quizá tu jefe lea tus artículos y pierdas oportunidades de promoción profesional o te despidan, quizá tu novia te abandone cuando le muestres una faceta oscura y desconocida,  quizá los feligreses de tu parroquia te retiren el saludo cuando descubran un vergonzoso incidente biográfico contado en un artículo, quizá te sumas en una grave depresión, te  des a la bebida y —Dios no lo quiera— acabes  arrojándote a las vías del expreso de medianoche.

Si no sientes ese nerviosismo antes de publicar una entrada de blog, no te molestes en pedirme que te lea, porque tan pronto como acabe el primer párrafo sabré que no tienes nada que aportar  ni te atreves a tomar ningún riesgo, que no te has tomado en serio la oportunidad que te concedí  paseando mi mirada por tus torpes palabras.

 —

Hagamos un experimento mental inspirado por una analogía  que Bertrand Russell usó  en La conquista de la felicidad.  

Imagina que eres una máquina de hacer salchichas de cerdo y que tienes dos opciones:

  1. Contemplar tus maravillosas cuchillas y tus brillantes mecanismos interiores y regocijarte en ellos.
  2. Hacer lo que hace una máquina de elaborar salchichas de cerdo: salchichas de cerdo.

Podrías pensar: «¿qué me importan los cerdos? ¿Acaso no son más interesantes mis engranajes , mis complejos  mecanismos mentales y mi profunda visión del mundo?».

O podrías decirte: «¡Qué interesantes son los cerdos y las salchichas!, quiero hacer más salchichas de cerdo y llenar el mundo de ellas».

Si te importan algo los cerdos, y los lectores, y los cerdos de tus lectores, has de centrarte en satisfacerlos y en escribir algo que les transforme, les ayude, les deleite. Tú función sería entonces cortar y empaquetar salchichas de cerdo y ofrecérselas al mundo.

En el proceso te vas a manchar de sangre, grasa y carne, y quizá te cortes accidentalmente con tus propias cuchillas.  Estás en el punto de mira de miles, decenas de miles de personas, van a disparar sus balas sobre lo que escribas, puede que no les gustes y que tu ego quede irreparablemente dañado.  Podría aconsejarte  que no  te lo tomaras personalmente,  porque así mantendrás tu ego a flote y te centrarás en tu trabajo de escribir lo mejor que puedas, pero me temo que no hay nada más personal que un escrito donde desnudas una parte de tu mente y muestras esperanzadamente tu ofrenda al mundo.

Si a la gente no le gusta tu blog no le gustas tú. Ellos te están mirando, acechan el menor de tus errores y te escamotearán el mayor de tus éxitos.

Cuando pulsas el botón de publicar lanzas una flecha al vacío —o quizá una botella con tu mensaje al ciberespacio— y ya no hay marcha atrás, solo te queda esperar. Tu trabajo es encontrar algo valioso,  construir un puente de palabras para hacérselo llegar, sudar cada uno de tus párrafos,  esperar que la flecha dé en el blanco y aceptar  el veredicto de la audiencia.

Son 1.225 palabras las que llevo escritas y ya sabes que  creo firmemente en que lo bueno , si breve,  dos veces bueno, y, si malo, no tan malo; así que llega el momento de apagar la luz.

Pero antes de apagarla  te reitero mi propuesta de mantener una próxima conversación de voz —no epistolar— sobre el último libro de Cal Newport, Deep Work. A ti, te vendrá bien para optimizar tu método de estudio  ahora que empiezas en la universidad,  y a mí,  para someter a crítica mi sistema de aprendizaje, que siempre he creído lento y desenfocado.

Espero tu respuesta con expectación contenida y una tenue sonrisa en el rostro,

Homo Mínimus

Serie Cartas a un joven bloguero:

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Cartas a un joven bloguero (I)

Cartas a un joven bloguero (II)